Quítenme las alas para poder volar


 Mientras sostengo mi alita en el Wingstop pienso que este pedazo de pollo, bañado en salsa clásica, augura mi fracaso como un autor relevante. Miro a mi esposa que disfruta de su comida y no se imagina el tamaño de imbécil que es su marido. 

Hoy me había levantado convencido que cambiaría todos los malos hábitos que me detienen de ser un gran escritor. Hoy me desperté con la convicción de que escribiría el mejor relato de mi vida y mis lectores en Facebook, la mayoría amigos y familiares, se anegarían en lágrimas o se revolcarían en el piso de la risa. Que tan convencido estaba que desde la noche anterior lo tenía todo preparado.

Había puesto la alarma del celular a las seis de la mañana para salir a correr diez kilómetros porque leí que Murakami lo hace cuando escribe sus novelas. Él dice que el ejercicio es importante para mantener una mente activa, capaz de aguantar los embates de la ficción y la frustración de estar frente a la página en blanco. 

Luego programé el ensayo que estoy corrigiendo, para que se abriera automáticamente una vez que prendiera la computadora. Así no puedo navegar en internet, sino desde que me siento tengo que trabajar. Stephen King escribe entre cuatro y seis páginas por día, y sueño que tal vez algún día yo también pueda lograrlo.  

Todas las mañanas al despertar lo primero que hago es abrazar a mi esposa; en cuanto suena mí alarma me doy la vuelta, la abrazo, la cuchareo y me vuelvo a quedar dormido. Esta vez no sería así, no podía permitirme escapatorias de mi nuevo camino; así que le pedí que si la abrazaba que quitara mi mano de su cuerpo. Que me negara la caricia mañanera, porque ahora yo tenía un objetivo. Estaba concentrado en volverme un atleta de la palabra, un enfocado, un león y todos sabemos que los leones se levantan temprano. 

En esta pandemia descargué todos los masterclass de escritura que había en Youtube. Todos dicen que tengo que aislarme lo más posible, que el peor enemigo de la creatividad son las distracciones, cerré mi Facebook, mi Instagram, mi Pinterest, mi Reddit, borré Whatsapp y David Mamet casi me convence de renunciar a mí trabajo. Preparé mis tapones de oído que utilizo para separarme del mundo y concentrarme de lleno en el universo que estoy creando.    

Mis maestros virtuales me dicen que debo pensar en el personaje, en la voz del narrador, en el camino del héroe, en la estructura, en el plot, en el tema, en la intención, en el twist, en el suspenso, en el conflicto, en el golpe dramático, en el golpe posdramático, en todo lo contrario; David Lynch me dice que debo pensar en las ideas como peces y en mí como un pescador que espera pacientemente a que una muerda el anzuelo. Aunque, Bukowski me dice que si no sale de mí como un cohete, mejor que no pierda mi tiempo ni el de los demás y haga otra cosa. 

Hoy yo quería cambiar mi vida y la de alguien más, pero al despertarme, volví a abrazar a mi esposa y ella hizo lo que le había pedido. Quitó mi mano de su cuerpo, y yo me enojé.  No pude salir a correr los diez kilómetros, regresar temprano a sentarme frente a la computadora y sacar las cuatro o cinco páginas que tenía pensadas. Me enojé y luego ella se encabronó conmigo.

Ahora estamos en el Wingstop con estos pollitos y mis cervezas ofreciéndole disculpas por mi arranque injustificado.

Mi tiempo se escurre entre mis dedos como la salsa. De nuevo fracasaré en ganarme un premio, de nuevo fallaré en cambiar la vida de alguien, de nuevo estoy lejos de ser el gran autor que alguien me dijo que podía ser. Ni siquiera puedo acabar un relato. 

La mesera que estaba sentada junto a sus compañeros en el restaurante se acerca a nosotros y nos pregunta si vamos a querer algo más. Le digo: Retíreme estas alas y tráigame la cuenta, que tengo que cambiar mi vida para mañana.


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